Ziley Mora Penrose, 06/05/2018
Para las culturas anteriores a la nuestra mestiza y occidentalizada, las montañas que tutelan los valles de Chile, alguna vez fueron dioses. Es decir, gigantes vivos, con una mente inalcanzable y milenaria, regidos por la lógica superior del desconocido Universo. Pero esta miope cultura nuestra les ha dado la espalda. A excepción por cierto, de aquellos pocos arrieros de Alico, San José de Maipo o de Atacalco y que antes transitaban por los pasos de los baño termales que ese persignaban y pedían permiso a la entrada de los cajones cumbrereños.
Todavía en mi infancia yo vi campesinos, a mis propios padres, pedirle perdón y clamar misericordia al Dueño de la tierra para que detuviera el gran sismo. En cambio, para el 2010, vi a las personas, no las vi hermanadas en un rezo, sino pidiéndole respuestas desesperadas y estúpidas a un celular (¡¡¡!!!).
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Cuando niño, muchas veces caía de rodillas y mi ser estallaba en llanto porque no podía comprender cómo que es que viviéramos de espaldas a tamaño coloso tan vivo, a ese increíble enigma que teníamos a diario ahí delante y hacer y trabajar como si éste no existiera. Pero que nosotros les hayamos dado la espalda y la ignoremos sin reverencia ni estremecimiento, no significan que sean leyenda o dioses muertos. Que yo no perciba ni piense que los cerros sienten, se asombren o se molesten cuando tiembla o se produzca una erupción, eso no significa que ellos no lo hagan. A Chile, y a Chillán en particular, varias veces la divina montaña nos ha quitado el piso de nuestra soberbia porque nosotros, diminutas criaturas, le hemos ensuciado su precioso mantel ritual.
Porque si uno mira cualesquiera de las recientes fotografías de la majestuosa cordillera de Santiago luego de la reciente nevazón, mostrando abajo a la ciudad de los hombres, estos aparecen como lo que son: una insignificancia. Descubrimos por estos días que somos unas vulgares gusanillos y pasajeras termitas emitiendo débiles lucecitas cercenando los árboles, ese vello púbico de la divina Mapu Ñuke. Y es divina, porque tiene memoria. Los cerros recuerdan y tienen hábito de eterna renovación. Por eso la cultura anterior, la del Tahuantinsuyu, llamaba “abuelos” a los apus sagrados de los Andes. Estos merecían adoratorios y apachetas cada ciertos trechos, y devoción total cada día por el bendito don de sus aguas de lluvia, de su viento, de las cenizas de su fuego. Nuestras cavernas citadinas llenas de estímulos visuales en pantallitas, nos atontan sin apreciar asombrados, todos los días el milagro de la luz solar cambiándole la piel a la montaña de Chile. No queremos ver la verdad cósmica y preferimos encerrarnos en el ídolo del Google map.
Ni siquiera queremos sacar la cabeza fuera del auto para atisbar el olor a lluvia y la dirección del viento porque nos basta la aplicación que bajamos cabeza gacha en el subterráneo de la vida. No hace mucho Cristian Warnken, una mañana esplendente de belleza andina, justo después de un día de lluvia, escribía conmovido: “Nos tocó nacer aquí, en este lugar de la tierra. No en otro. Y nos fueron regalados estos días puros después de la lluvia. ¿Qué haremos con ellos? ¿Qué haremos con las montañas? ¿Las dejaremos desaparecer de nuestro horizonte, como excedentes de una grandeza perdida? ¿O las reconquistaremos con una nueva mirada que ilumine todo como un relámpago?”
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Cierta vez, cuando yo recién viajaba del sur a Santiago buscando infructuosamente una editorial que se interesara en mis publicaciones de cosmovisión mapuche, me acompañó en el viaje un kimche (sabio), medio machi o shaman. Yo pensaba, ingenuamente que con él, gran autoridad mapuche, alguna autoridad nacional capitalina podría influir sobre el triste curso de las cosas del Sur mapuche. Desalentado, y tras días con los zapatos mojados golpeando decenas de puertas, cansados y sobre el cerro Welen, le pregunté a mi amigo, que nunca antes había visto el cemento de Santiago:
-Qué le parece ésta füta karra (gran ciudad) tan llena de máquinas, nubes negras y edificios?
-Es como allá en mi mawida (bosque) de la cordillera, me respondió meditabundo.
-¿Cómo que “como allá”, le protesté, si su tierra está llena de árboles?
-Si, pero es como allá… dijo como hacia adentro.
-A ver, explíqueme, porque yo aquí veo el puro fierro, el anti bosque, el concreto…
-Le explico. Aquí, en un tiempito más, sobre las calles ya sin auto, una noche de improviso volverá el río de Arriba, y luego, en los bordes llenos de barro, empezará a crecer un pasto chico primero, luego más grande, después más grande y ese pasto atraerá florecitas de los árboles…Luego, con los años, los árboles estarán tan tupidos…como allá. Por eso yo veo que aquí es como allá. Luego de las aguas justicieras, todo será como antes: en la montaña volverá a sacudirse el espinazo divino de Treng-Treng.
Ziley Mora es profesor, filósofo, etnógrafo, investigador y especialista en la cosmovisión mapuche. Junto a su pareja, Birgit Tuerksch, formaron la consultora “Escribir para sanar”, desde donde dictan talleres basados en el método de la Ontoescritura. www.escribirparasanar.com