Imaginen ese instante suspendido en el tiempo, un encuentro mágico donde un bebé recién nacido, acurrucado en la calidez de nuestros brazos, eleva sus pequeños ojos hacia los nuestros. Es como si el universo entero se detuviera, como si dos almas, en un silencio profundo, se reconocieran por primera vez. En esos ojos recién abiertos, descubrimos un universo inexplorado de curiosidad pura y un amor que aún no conoce palabras, un lenguaje que trasciende toda expresión verbal.
Por Pilar Araya Jofré
Esta cualidad única de contactarnos a través de la mirada nos define como especie. Solo nosotros, los seres humanos, desde la más temprana edad, buscamos con una insistencia conmovedora el rostro y los ojos de aquellos con quienes anhelamos conectar. Es una búsqueda instintiva de reconocimiento, de pertenencia, de ese primer lazo que nos une al mundo.
La mirada, ese primer acto de un bebé, es mucho más que un simple contacto visual. Es el inicio de una danza delicada, un intercambio de emociones que construye puentes invisibles entre corazones. En esos primeros días y semanas, cada mirada es un susurro silencioso: te veo, estoy aquí, estoy seguro contigo, te amo. Los ojos, esas ventanas transparentes del alma, se convierten en el escenario primordial de nuestra comunicación, un lienzo donde se pintan las primeras emociones compartidas.
A medida que los meses se deslizan suavemente, la mirada del bebé se transforma en una poderosa herramienta de exploración. Sus ojos curiosos siguen con fascinación los movimientos de los adultos, imitan sus gestos, interpretan sus sonrisas y sus ceños fruncidos. Es como si el mundo entero se revelara a través de ese pequeño par de ojos, como si cada mirada fuera un paso firme en el asombroso camino del aprendizaje.
Y entonces, como una flor que se abre en primavera, llega el lenguaje. En esos momentos mágicos donde un adulto y un niño comparten la misma mirada, donde ambos se detienen en el mismo objeto, y el adulto le pone nombre, justo en ese momento, ocurre una alquimia maravillosa. La palabra se une a la imagen, creando una conexión profunda que se graba para siempre en la memoria del niño. Es así, a través de la mirada compartida, que se construye el vocabulario, se tejen las primeras frases balbuceantes, se da forma a ese universo de significados que llamamos lenguaje.
A medida que el juego simbólico comienza a florecer, una nueva invitación emerge de los pequeños corazones: «Mamá, papá, ¡mírame jugar!». En esa simple petición reside una profunda necesidad de atención, de validación, es un espejarse a través de nuestros ojos. Mantener nuestra mirada sobre ellos durante sus juegos no es solo observar; es infundir confianza, estimular su imaginación y tejer una red de protección.
La mirada, ese primer lenguaje universal, deja una huella imborrable en el delicado tejido del desarrollo infantil. Es un legado de amor incondicional, de conexión profunda, de aprendizaje continuo, que nos permitirá desarrollar una sana socialización. Es la prueba palpable de que, mucho antes de que las palabras tomen forma en sus labios, la comunicación existe, vibrante y poderosa, en el brillo puro y curioso de sus ojos.
Es cierto que, a veces, el contacto ocular se vuelve un camino esquivo, incluso ausente. Sin importar la condición que tengamos o la situación que niegue contactarnos a través de la mirada, la necesidad de comunicar, esa pulsión vital que reside en lo más profundo de nuestra naturaleza, no se detiene. Como un río que encuentra nuevos cauces ante un obstáculo, la comunicación busca otras vías, otros lenguajes sensoriales para manifestarse.
En esos casos donde la mirada se ausenta, nuestra tarea como adultos es abrir nuestros corazones y nuestras mentes a estos otros lenguajes del alma. Es aprender a leer el movimiento, a sentir el equilibrio, a escuchar el susurro del tacto. Es comprender que la comunicación adopta múltiples formas y que, al abrazar esta diversidad sensorial, enriquecemos nuestra capacidad de conectar con la riqueza única de cada individuo.
El ser humano siempre comunica, porque esa es nuestra esencia, el propósito último de nuestra existencia. Hemos venido a compartir nuestra naturaleza más profunda, nuestras alegrías, nuestras penas, nuestras necesidades. Y cuando un canal se cierra, nuestro espíritu comunicativo, resiliente e inagotable, buscará otros caminos, explorará nuevas formas de conexión, porque la necesidad de ser vistos, comprendidos y amados trasciende cualquier barrera sensorial.
Así es que, la próxima vez que un niño o una niña los mire, deténganse un instante, procure ser respetuoso, abierto. Sumérjase en la magia que se esconde detrás de ese pequeño par de ojos, en el universo de emociones y descubrimientos que se despliega ante ustedes. Porque en esa mirada sincera y profunda, encontrarán el inicio de una historia eterna, una historia de amor incondicional, de aprendizaje compartido y de una conexión que perdurará mucho más allá de las palabras.

Pilar Araya Jofré
Fonoaudióloga U de Chile, con 30 años de experiencia. Especializada en la infancia y la adolescencia. Formación en medicina Antroposófica Y Formación en pedagogía Waldorf.