“Si alguno hace tropezar y caer a uno de estos pequeños que creen en mí, mejor sería para él que le ataran al cuello una gran piedra de moler y lo echaran al mar. “ Marcos 9:42
Iván Andrés Santandreu
Si alguien lo pasa mal, esos son los niños. En la actualidad, se encuentran inermes frente a las “fuerzas del mercado”, la tontera generalizada y la maldad de una maquinaria creada para extraer dinero incluso a costa de lo más preciado: los niños.
La industria alimentaria los fuerza a comer desde su más tierna infancia alimentos con alta carga toxicológica: frutas y verduras con niveles de pesticidas y sus metabolitos, que en general no pasarían los controles fitosanitarios de la Unión Europea; además de alimentos procesados con saborizantes, conservantes y colorantes, muchos de ellos prohibidos en otras latitudes por ser tóxicos y cuyo efecto sinérgico es absolutamente desconocido.
Como catalizador de esto, nos encontramos con la omnipresente propaganda en televisión y prensa, dirigida especialmente a los niños, que no tienen cómo discernir los mensajes publicitarios, y que presionan a sus padres para comprar tal o cual cereal repleto de basura o el juguete que viene de regalo en “la caquita feliz”.
Hay que ser realmente desalmado para tener como objetivo publicitario ofrecerle determinados productos –porque no se les puede llamar alimentos – a la población infantil, que no tiene la capacidad de discernir ni defenderse. Si hasta las mamaderas contienen Bisfenol A en Chile, que es un reconocido alterador endocrino y además cancerígeno, prohibido en Canadá y en la Unión Europea. Ni los lactantes se salvan de la maquinaria de hacer dinero a cualquier precio.
“Hay que ser realmente desalmado para tener como objetivo publicitario ofrecerle determinados productos a la población infantil, que no tiene la capacidad de discernir ni defenderse.”
No es de extrañar entonces que los niños se enfermen tanto, que haya una farmacia casi en cada esquina y que hasta el Estado garantice para toda la población, en contubernio con las farmacéuticas, los así llamados “medicamentos” (eufemismo para denominar a los productos farmacológicos destinados a enmascarar síntomas). Engranaje necesario de lo anterior son los médicos, cuya formación es casi completamente farmacológica, y quienes en la práctica actúan en bloque como autómatas al servicio de las farmacéuticas. Siempre hay excepciones, por supuesto.
Como resultado de todo esto, los niños viven tomando “medicamentos”, que no son otra cosa que sustancias químicas con mayores o menores efectos no deseados en su metabolismo, que a su vez interactúan con toda clase de sustancias químicas presentes en los “alimentos”, la contaminación del aire y del agua. Sí, el agua: al agua potable también le agregan sustancias químicas perjudiciales para el organismo. He aquí la cadena para hacer dinero que explica una farmacia en cada esquina y programas multimillonarios de medicamentos con cargo al Estado, es decir, con el dinero de todos nosotros, que pagamos nuestros impuestos.
Y aquí no termina la tragedia para los pobres niños. La presión para que tengan “un futuro” lleva a los adultos a ejercer una sobreexigencia académica en ellos, que parte en el jardín infantil, se extiende durante toda la vida escolar y se mide en pruebas estandarizadas tipo SIMCE. Estas últimas obligan a niños y niñas a memorizar toda suerte de datos inútiles desde temprano y a adelantar las habilidades lecto-escritoras y matemáticas en la edad preescolar –frente a la evidencia teórica y empírica de su completa inutilidad y perjuicio para el desarrollo infantil.
Sobrevivir a este proceso es realmente una excepción. Tal como en la Caverna de Platón, la mayoría de las personas cree a pie juntillas que esto es completamente normal y ni siquiera se lo cuestiona.
Un sistema para esclavos dirigido por esclavos, en el que 1984, de George Orwell, se queda corto.