Un hombre planta árboles y toda una región cambia. Se relata su historia y el mundo cambia.
Jean Giono
Para llegar a conocer realmente las cualidades excepcionales de una persona, hay que tener la buena suerte de poder observar su comportamiento a lo largo de varios años. Si este comportamiento está despojado de todo egoísmo, si el motivo que lo guía es de una generosidad ilimitada, si es absolutamente cierto que no existe la idea de esperar recompensa y, además, ha dejado su huella visible sobre la tierra, entonces no nos habremos equivocado.
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Hace cuarenta años, tuve la oportunidad de hacer un largo recorrido a pie por parajes montañosos bastante desconocidos para los turistas, en esa antigua región donde los Alpes penetran en Provenza. Desde el momento en que comencé mi larga caminata a través de esas regiones desérticas, toda la tierra aparecía estéril y opaca.
Nada crecía allí salvo lavanda silvestre. Cuando cruzaba la región por su parte más ancha y después de caminar tres días, me encontré en medio de una soledad incomparable. Acampé cerca de los restos de una aldea abandonada. Me había quedado sin agua el día anterior y tenía que encontrarla. Estas casas abandonadas y agrupadas, aunque en ruinas, al igual que un viejo nido de avispas, sugerían que debía haber habido una vertiente o un pozo alguna vez.
Ciertamente había una vertiente, pero estaba seca. Las cinco o seis casas sin techo, corroídas por el viento y la lluvia, y la capillita con su campanario desmoronado, se mantenían en pie como las casas y capillas de aldeas habitadas, pero toda vida había desaparecido.
Era un agradable y resplandeciente día de junio, pero sobre esta tierra desamparada, en lo alto del cielo, el viento soplaba con una ferocidad insoportable. Rugía sobre las carcazas de las casas como un león perturbado al momento de comer, lo que me obligó a trasladar mi campamento. Después de caminar cinco horas, aún no había encontrado agua y no había ningún indicio que me diera esperanzas de hallarla.
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El ermitaño
A mi alrededor, continuaba la misma sequedad y los rústicos pastizales. A la distancia, creí divisar una pequeña y erguida silueta negra, la que confundí con el tronco de un árbol solitario, hacia el cual me dirigí. Era un pastor con treinta ovejas echadas cerca de él sobre la tierra calcinada. Me dio un trago de su cantimplora y luego me llevó a su cabaña, ubicada en un valle. Extraía su excelente agua de un pozo natural muy profundo, sobre el cual había construido un huinche primitivo.
“El pastor fue a buscar un pequeño saco y desparramó un montón de bellotas sobre la mesa. Comenzó a inspeccionarlas una por una con mucho cuidado, separando las buenas de las malas.”
El hombre era de pocas palabras, como ocurre a menudo con aquellos que llevan vidas solitarias, pero se percibía su gran confianza en sí mismo. Eso era inesperado en estos parajes desolados. No vivía en una choza, sino en una casa de piedra, clara evidencia de cómo su propio esfuerzo había transformado la ruina que había encontrado a su llegada. El techo era sólido y sonoro. El viento sobre las tejas producía el sonido del mar contra la playa. El lugar estaba ordenado, los platos lavados, el suelo barrido, su rifle aceitado y la sopa hervía al fuego. Noté que estaba bien afeitado, que todos sus botones estaban bien cosidos y que su ropa había sido remendada con el meticuloso cuidado que hace invisibles los zurcidos. Compartió su sopa conmigo y cuando le ofrecí tabaco, me dijo que no fumaba. Su perro, tan silencioso como él, fue amistoso sin ser servil.
Desde un comienzo, se dio por entendido que yo pasaría la noche allí. La aldea más cercana estaba a más de un día y medio de camino, y yo conocía perfectamente la forma de ser de las escasas aldeas de la región.
Había cuatro o cinco por esos faldeos montañosos, bastante separadas unas de otras en medio de bosques de robles blancos, donde terminaban los caminos para las carretas. Estaban habitadas por carboneros y la vida era dura. Las familias vivían amontonadas bajo un riguroso clima, tanto en invierno como en verano, sin poder escapar del incesante conflicto de personalidades. La ambición irracional alcanzaba proporciones poco comunes en el continuo deseo por escapar de allí. Los hombres llevaban sus cargamentos de carbón a la ciudad y luego regresaban. Los caracteres más apacibles explotaban ante la perpetua rutina. Las mujeres alimentaban sus rencores. Había rivalidad en todo, ya fuera por el precio del carbón o por un asiento en la iglesia; y, por sobre todo, estaba el viento, raspando incesantemente los nervios. Había epidemias de suicidios y frecuentes casos de locura, generalmente homicida.
El trabajo
El pastor fue a buscar un pequeño saco y desparramó un montón de bellotas sobre la mesa. Comenzó a inspeccionarlas una por una con mucho cuidado, separando las buenas de las malas. Yo fumaba mi pipa y ofrecí ayudarle. Me dijo que ése era su trabajo y, de hecho, no insistí al ver el cuidado que ponía en su labor. Esa fue toda nuestra conversación. Cuando hubo separado en un montón una cantidad suficiente de bellotas en buen estado, las separó en grupos de a diez, al mismo tiempo que eliminaba las pequeñas o aquellas que estuvieran levemente partidas, pues ahora él las examinaba con mayor detención. Cuando hubo obtenido cien bellotas perfectas, paró de trabajar y se fue a acostar.
Se sentía una gran paz al estar con este hombre. Al día siguiente, le pregunté si podía quedarme allí por el día. Esto a él le pareció muy natural o, para ser más exacto, me dio la impresión de que nada podía sorprenderlo. Quedarme allí no me era absolutamente necesario, pero estaba interesado en saber más acerca de este hombre.
Abrió el corral y condujo su rebaño a pastar. Antes de irse, sumergió en una fuente con agua su saco de bellotas cuidadosamente seleccionadas.
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Noté que usaba como bastón una vara de fierro del grosor de mi pulgar y de metro y medio de largo. Como para mí era un descanso el caminar, tomé un sendero paralelo al suyo. Sus pastizales estaban en un valle. Dejó al pequeño rebaño a cargo del perro y escaló hacia donde yo estaba. Temí que le pareciera mal que yo lo hubiera seguido, pero no hubo nada de eso; éste era el camino que él tenía que tomar y me invitó a que lo acompañara si es que yo no tenía nada mejor que hacer. Escaló hasta la cima de la colina, como a cien metros de distancia. Allí comenzó a introducir su vara de fierro en la tierra, haciendo un hoyo en el cual plantó una bellota, luego lo rellenó. Había plantado un roble. Le pregunté si las tierras eran suyas, a lo cual me contestó negativamente. ¿Sabía a quién pertenecían? Tampoco. Suponía que eran de la comunidad o quizás pertenecían a personas que no se preocupaban de ellas. No estaba interesado en saber de quién eran. Plantó sus 100 bellotas con muchísimo cuidado. Después de almuerzo, reinició su trabajo de plantación. Supongo que debo haber sido un poco insistente en mis preguntas para lograr que él me respondiera. Durante tres años, había estado plantando árboles en este desierto. Había plantado 100.000. De éstos, 20.000 habían germinado. De los 20.000, esperaba perder la mitad a causa de los roedores o debido a los designios impredecibles de la Providencia. Aún así, quedarían 10.000 robles por crecer donde antes no existía nada.
“Según él, esta tierra estaba muriendo por falta de árboles. Agregó que al no tener nada propio muy importante que hacer, había resuelto remediar esta situación.”
Fue entonces cuando empecé a preguntarme por la edad de este hombre. Obviamente tenía más de 50. Me dijo tener 55. Se llamaba Elzéard Bouffier. En una época, había tenido una parcela en las tierras bajas, donde había pasado su vida. Había perdido a su único hijo y luego a su esposa. Se había retirado a esta vida solitaria, donde su placer era vivir tranquilamente con sus ovejas y su perro. Según él, esta tierra estaba muriendo por falta de árboles. Agregó que al no tener nada propio muy importante que hacer, había resuelto remediar esta situación.
Debido a que yo en esos tiempos, a pesar de mi juventud, llevaba una vida muy sola, sabía cómo tratar con personas solitarias. Le dije que dentro de 30 años más sus 10.000 robles serían algo magnífico. A esto repuso que si Dios le concedía vida, dentro de 30 años, él habría plantado tantos más árboles que estos 10.000 serían como una gota de agua en el océano. Además, él estaba estudiando ahora la reproducción de las hayas y tenía un almácigo cerca de su cabaña. Los almácigos, a los cuales protegía de sus ovejas con un cerco de alambre, estaban en perfectas condiciones. Para los valles, estaba considerando la posibilidad de plantar abedules, porque allí había algo de humedad a pocos metros de la superficie.
Al día siguiente, abandoné el lugar.
El renacer del valle
Un año más tarde, comenzó la guerra de 1914, en la que participé durante cinco años. Como hombre de infantería, difícilmente tuve tiempo para reflexionar sobre árboles. A decir verdad, todo eso no me había causado ningún impacto. Lo tomé como un pasatiempo, como quien colecciona estampillas, y lo había olvidado. Cuando terminó la guerra, me encontré con un poco de dinero al retirarme y con un enorme deseo de respirar aire puro por un tiempo. No fue otro el motivo que me llevó a ponerme en camino hacia esas tierras desérticas nuevamente.
La campiña no había cambiado. Sin embargo, más allá de la desértica aldea, divisé a lo lejos una especie de neblina grisácea que cubría las cumbres de las montañas como una alfombra. Desde el día antes, ya había comenzado a pensar nuevamente en el pastor plantador de árboles. Los 10.000 robles, pensaba, requieren realmente de un espacio considerable.
Había visto morir a tantos hombres durante esos cinco años, que no me era difícil imaginar que lo mismo había sucedido a Elzéard Bouffier, más aún cuando a los 20 años uno mira a los hombres de 50 como ancianos a quienes lo único que les queda por hacer es morirse. Pero, no sólo no estaba muerto, sino que se veía extremadamente ágil y activo. Había cambiado de actividad. Ahora tenía solamente cuatro ovejas, pero en cambio tenía 100 colmenas. Se había deshecho de su rebaño, porque eran una amenaza para sus jóvenes árboles. Me dijo que la guerra no lo había afectado (lo que pude comprobar) y que él había continuado plantando imperturbablemente.
Los robles de 1910 tenían diez años y eran más altos que cualquiera de nosotros. Era un espectáculo impresionante. Me quedé literalmente sin habla y como él no dijera nada, pasamos todo el día caminando en silencio por el bosque. Compuesto de tres secciones, éste medía 11 kilómetros de largo y tres en su parte más ancha. Al recordar que todo esto había brotado de las manos y del alma de este solo hombre, sin ningún recurso técnico, me surgía la convicción de que los hombres podrían ser tan efectivos como Dios en objetivos que no fueran de destrucción.
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Él había proseguido su plan, y así lo confirmaban las hayas, que me llegaban a la altura del hombro y que se encontraban esparcidas tan lejos como la vista podía abarcar. Me mostró algunos hermosos grupos de abedules plantados hacía cinco años, o sea en 1915, cuando yo estaba combatiendo en Verdum.
Los había plantado en todos los valles donde había adivinado acertadamente que había humedad casi en la superficie del suelo. Eran tan delicados como jovencitas y estaban muy bien afincados.
La creación parecía haberse generado en una especie de reacción en cadena. Él no se preocupaba al respecto; proseguía su tarea con gran determinación y sencillez. Sin embargo, mientras regresábamos a la aldea, vi agua corriendo en arroyuelos que estaban secos desde que había memoria. Este era el resultado más impresionante de la reacción en cadena que yo había visto. Estos cauces secos habían tenido agua mucho tiempo atrás. Algunas de las lúgubres aldeas que antes mencioné, habían sido construidas en los lugares de antiguos emplazamientos de pueblos romanos, cuyos vestigios aún subsistían. Ciertas expediciones arqueológicas habían encontrado anzuelos en lugares donde en el siglo veinte se necesitaban pozos para asegurar un modesto aprovisionamiento de agua. Como el viento desparrama semillas, también al reaparecer el agua volvieron a aparecer sauces, juncos, praderas, flores y un ansia de vida.
La transformación había sido tan gradual, que había llegado a ser parte del conjunto sin provocar mayor asombro.
Algunos cazadores que subían hasta estas tierras yermas en busca de liebres o jabalíes, habían notado, por supuesto, el repentino crecimiento de arbolitos, pero lo habían atribuido a algún capricho de la tierra. Esa fue la razón por la que nadie se entrometió en el trabajo de Elzéard Bouffier. Si se hubiera detectado, habría provocado oposición. Pero era indetectable. ¿Qué campesino o qué funcionario habría soñado con tal perseverancia una tarea de tan magnífica generosidad?
“Me quedé literalmente sin habla y como él no dijera nada, pasamos todo el día caminando en silencio por el bosque.”
Para poder hacerse una imagen precisa de esta persona excepcional, no debe olvidarse que trabajaba totalmente solo. Tan solo que, en sus últimos años, perdió el hábito de hablar, o quizás no veía la necesidad de hacerlo.
En 1933, recibió la visita de un guardabosque que lo notificó de una orden que prohibía hacer fuego al aire libre para no poner en peligro el crecimiento de este bosque natural. Era la primera vez, le dijo ingenuamente, que había sabido de un bosque que creciera por propia iniciativa. En esa época, Bouffier plantaba hayas a doce kilómetros de su casa. Para evitar el viaje de ida y vuelta, porque ya tenía 75 años, planeaba construir un refugio de piedra inmediato a la plantación. Al año siguiente, ya estaba terminado.
El bosque “natural”
En 1935, una numerosa delegación de funcionarios públicos vino a examinar el “bosque natural’. Venía un alto jefe del Servicio Forestal, un diputado y algunos técnicos. Hubo abundante conversación inútil. Se decidió que había que hacer algo y afortunadamente no se hizo nada, salvo la única cosa realmente valiosa: todo el bosque fue puesto bajo la protección del Estado y se prohibió la fabricación de carbón vegetal. Era imposible no quedar cautivado con la belleza de estos árboles jóvenes que rebosaban salud y que hechizaron incluso al diputado.
Un amigo mío iba entre los técnicos forestales de la delegación y a él le conté el verdadero origen del bosque. Yo tenía buenas razones para ser amigo de este hombre. Era una persona que tenía clara conciencia del valor de las cosas y sabía permanecer en silencio.
A la semana siguiente, fuimos a visitar a Elzéard Bouffier. Lo encontramos trabajando intensamente a unos 10 kilómetros del lugar donde había estado la delegación. Le entregué a Bouffier los huevos que le había llevado de regalo. Compartimos entre los tres el almuerzo y pasamos varias horas en una silenciosa contemplación de los alrededores.
Por donde habíamos llegado, las lomas estaban cubiertas con árboles de 7 a 9 metros de alto. Recordé el desierto que era esta tierra en 1913 y pude observar que el trabajo intenso realizado en forma metódica y tranquila, el vigoroso aire de la montaña, una vida frugal y, sobre todo, una gran serenidad de espíritu habían dotado a este viejo con una salud asombrosa. Era en verdad uno de los atletas de Dios. Me pregunté cuántas hectáreas más iría a cubrir de árboles.
Antes de irnos, mi amigo hizo una breve sugerencia sobre ciertas especies de árboles para las cuales el suelo aparecía como particularmente apto. El no insistió “por la muy buena razón”, me dijo después, “de que Bouffier sabe más que yo sobre eso”. Después de caminar una hora y de haberle dado vueltas a la idea, me agregó “Sabe mucho más de esto que ninguna otra persona; ha descubierto una maravillosa manera de ser feliz”.
Fue gracias a este funcionario que, no sólo el bosque, sino también la felicidad de Bouffier, fueron protegidos.
Designó a tres guardabosques para ese trabajo y los previno en tal forma sobre cualquier incorrección, que éstos permanecieron incólumes, a pesar de todas las botellas de vino que los carboneros les ofrecieron.
El único peligro serio que enfrentó el bosque se presentó durante la guerra de 1939. Debido a que los autos funcionaban con gasógenos generados a leña, material que se hacía insuficiente, se comenzaron a talar los robles plantados en 1910, pero el área estaba tan alejada de cualquier ferrocarril, que el negocio resultó improductivo y fue abandonado. Bouffier ni se enteró de esto, ya que estaba a treinta kilómetros de distancia concentrado pacíficamente en su trabajo, ignorante de la guerra de 1939, al igual que en 1914.
Mi última visita
Vi a Elzéard Bouffier por última vez en junio de 1945. Tenía entonces 87 años.
Yo regresaba por el mismo camino que recorría esas tierras pobres y desoladas, pero ahora, a pesar del desorden provocado por la guerra, un bus corría entre el valle de Durance y la montaña. Creí que este medio más rápido de transporte era la causa de que no reconociera el paisaje de mis primeros viajes. Sólo el nombre familiar de una aldea me pudo convencer de que realmente estaba en una región que anteriormente había sido un paraje desolado.
El bus me dejó en Vergons. En 1913, este caserío de 10 ó 12 casas tenía tres habitantes. Ellos habían sido criaturas salvajes que se odiaban unos a otros, que vivían de la caza con trampas y que física y moralmente estaban muy cerca del hombre primitivo. Su desesperanzada condición, traducida a una triste espera de la muerte, no los predisponía precisamente a la virtud.
Todo había cambiado, incluso el aire. En vez de los vientos secos y ásperos que recordaba, soplaba una suave brisa cargada de aromas. Un ruido como de agua venía desde las montañas, pero era el viento del bosque. Sin embargo, lo más sorprendente de todo fue oír el sonido del agua cayendo a una pileta. Vi una fuente construida hacía poco, donde el agua fluía libremente. Pero lo que más me conmovió fue que a su lado habían plantado un limonero que debía tener unos cuatro años y que con su follaje ya desplegado, era un símbolo de indudable resurrección.
Vergons mostraba, además, la clase de trabajos para los cuales se requiere fe en el porvenir. Se habían removido las ruinas, las murallas en mal estado habían sido demolidas y se habían restaurado cinco casas. Había ahora 28 habitantes, cuatro de los cuales eran matrimonios jóvenes. Las nuevas casas estucadas estaban rodeadas de jardines, donde crecían flores y verduras confundidas ordenadamente. Se había convertido en una aldea donde era agradable vivir.
Desde ahí me fui caminando. La reciente guerra no había permitido aún el pleno florecimiento de la vida, pero Lázaro ya estaba fuera de la tumba. En los faldeos más bajos de Ia montaña, vi pequeños campos de cebada y centeno: al fondo del angosto valle, las praderas comenzaban a reverdecer.
En lugar de las ruinas que había visto en 1913, ahora se levantaban campos prolijamente cuidados, dando testimonio de una vida feliz y confortable. Los viejos arroyos, alimentados por las lluvias y nieves que conservan los bosques, corren nuevamente. Sus aguas han sido canalizadas.
En cada granja, en los bosquecillos de arces, las aguas de las fuentes se derraman sobre verdaderas alfombras de menta. Poco a poco, se han reconstruido las aldeas. La gente de las tierras bajas, donde el suelo es caro, se ha instalado aquí, trayendo juventud, movimiento y espíritu de aventura. A lo largo de los caminos, se encuentran hombres y mujeres vigorosos, niños que pueden reír y que han recuperado el gusto por los paseos. Si se cuenta la primitiva población, irreconocible ahora que vive con decencia, más de 10.000 personas le deben su felicidad a Elzéard Bouffier. Cuando pienso que un hombre solo, armado únicamente con sus recursos físicos y espirituales, fue capaz de hacer brotar esta tierra de Canáan en el desierto, me convenzo de que, a pesar de todo, la humanidad es admirable; y cuando valoro la inagotable grandeza de espíritu y la benevolente tenacidad que implicó obtener este resultado, me lleno de inmenso respeto hacia ese campesino viejo e iletrado, que fue capaz de realizar un trabajo digno de Dios.
Elzéard Bouffier murió pacíficamente en 1947, en el hospicio de Banon.
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Tomado de Cuatro Vientos 1 (Cuatro Vientos Editorial). Titulo original “Trees”, aparecido en Co-Evolution Quarterly.
Jean Giono (1895 – 1970) fue un escritor francés, cuya obra se desarrolla en gran parte en el ámbito campesino de Provenza. Inspirada por su imaginación y su visión de la Grecia antigua, describe la condición humana frente a los problemas de la moral y la metafísica de relevancia universal. |