Curar la enfermedad es diferente de sanar. Se sana la vida. Aún en el proceso de morir podemos sanar la vida, aunque no podamos curar el cuerpo. Humanizar, sanar, rescatar el alma del arte milenario de curar, a veces atrapada en una ciencia sin conciencia, es el reto para la medicina del tercer milenio.
Jorge Carvajal Posada, 2018-03-02
Las diferencias que un día establecimos entre lo material y lo espiritual, entre lo real y lo virtual ya no tienen ningún sentido. Todo es información. Todo es conciencia. Cuando podamos ir más allá de las apariencias, encontraremos un mundo de significados, en el que también son medicinas los silencios y las palabras que brotan del alma.
Ni vieja, ni nueva, siempre permanente, la medicina es, simplemente, el perenne arte de curar. Las nuevas medicinas son las más antiguas; las llamadas alternativas son en muchos países la corriente terapéutica principal; no siempre las medicinas blandas están exentas de dureza; casi nunca lo que llamamos ciencia médica responde al método científico.
En medicina creemos muchas cosas que no son reales, desconocemos muchas realidades, y esas ignorancias y creencias, cuestan sufrimiento, provocan muertes, atentan contra la vida que decimos cuidar. A sistemas construidos en torno a la enfermedad los llamamos sistemas de salud. Dedicamos cada vez más tiempo y recursos a cortar, quemar, envenenar, ocultar los síntomas, o a mantener a toda costa los cuerpos, luchando a muerte contra la muerte. Así nos fuimos olvidando de la vida. Ignoramos que atacar las enfermedades es diferente de promover salud. Olvidamos que la salud es también un proceso cultural.
Sumergidos en las moléculas, nos alejamos del alma. Sumergidos en las neuronas, nos olvidamos del cielo que las neuronas miran y se refleja en la intrincada red del microcosmos cerebral. En la Torre de Babel de las mil y una tecnologías médicas, pretendemos que el enfermo nos comprenda cuando confundimos al ser humano con su cuerpo. Confundimos la medicina con la sola ciencia y negamos el arte milenario de sanar, que tiene más de palabras o silencios, más de comprensión amorosa y de sentido de vivir, que de técnicas asépticas. Con el advenimiento de las nuevas tecnologías, creamos una interfase fabulosa para abordar el cuerpo pero, al mismo tiempo, erigimos una barrera que nos impide mirar la humanidad del ser humano.
Medicina del intelecto, hija del patriarcado, esclava de la objetividad, que convierte a pacientes y enfermedades en diagnósticos, números y estadísticas, nuestra institución médica moderna pasa por una crisis de humanidad: hemos perdido de vista el horizonte humano del hombre o la mujer que pretendíamos sanar. Tratamos con un cuerpo mineral, o animal a lo sumo, y creemos aún que el hombre es sólo un conglomerado molecular. No tratamos la vida que vibra en las moléculas, no abordamos al programador sino al programa y su memoria.
Curar la enfermedad es diferente de sanar. Se sana la vida. Aún en el proceso de morir podemos sanar la vida, aunque no podamos curar el cuerpo. Humanizar, sanar, rescatar el alma del arte milenario de curar, a veces atrapada en una ciencia sin conciencia, es el reto para la medicina del tercer milenio.
El reto de la nueva medicina
Rescatar la integridad; rescatar nuestra Alma humana; ver la dimensión molecular, emocional y mental como notas de la misma sinfonía espiritual, son los retos de la nueva medicina. Con cuerpo, con alma, con integridad. Cada territorio terapéutico será una puerta abierta a la integridad. En la nueva visión la cirugía irá unida a la oración, la religión y la ciencia estarán integradas. La corriente misma de la creación será percibida como un océano de conciencia intangible cuyo oleaje es el mundo visible.
El cambio ya no podrá ser sólo cuantitativo; cambio de técnicas o de dosis no mejorarán nuestra salud. El cambio será el de nuestra visión del mundo, una visión en la que nosotros seamos parte de la naturaleza, y esa misma naturaleza sea como el mar de la mente universal anclada al corazón y al cerebro. Tal vez en el seno de esa nueva visión, la comprensión amorosa sea nuestra principal herramienta terapéutica. Quizás la paz, el amor, la tolerancia, la ternura, la amistad se conviertan también en medicamentos esenciales de una nueva farmacopea espiritual.
El reto mayor de una medicina integral es el de vincular lo mejor de los recursos de las culturas humanas a los servicios de salud. Esto supone ir mucho más allá de los arsenales terapéuticos de la denominada medina occidental; implica involucrar, además, lo mejor de las medicinas folclóricas y la sabiduría de los grandes sistemas médicos tradicionales del mundo, algunas de cuyas prácticas siguen socialmente vigentes aún después de milenios. Pero, por sobre todo, una medicina es integral, más allá de sus contenidos, por la calidad humana, que con tanta frecuencia se ha quedado rezagada de nuestra ciencia.
El proceso de humanización de los sistemas médicos ha de involucrar a todos los agentes de salud. En un sistema integral no podemos separar al médico del psicólogo, a éstos de las enfermeras y a todos de la partera, de la sabiduría de la abuela, y de todos los agentes naturales de salud que, querámoslo o no, son parte esencial de un sistema médico. Porque éste no es un invento oficial o gubernamental, es realmente una estrategia de supervivencia de toda una cultura.
Confundimos al ser humano con su cuerpo, confundimos la medicina con la sola ciencia y negamos el arte milenario de sanar, que tiene más de palabras o silencios, más de comprensión amorosa y de sentido de vivir, que de técnicas asépticas.
Uno de los grandes dramas de la medicina de hoy es el de la subutilización de los recursos humanos de los sistemas de salud, incluyendo, como el más esencial de todos los recursos, al propio paciente, cuando lo preparamos para ser competente, es decir para ser un artífice inteligente en la recuperación de su enfermedad y la prevención y promoción de su propia salud.
Es una norma elemental en la ética médica que quien suministre los servicios sea competente. Lo que está de veras muy bien, pero no es suficiente, porque es también esencial que tengamos usuarios competentes. Sí, competentes para participar en la gestión de su salud, para implicarse conscientemente en la terapia de su enfermedad, para tener criterios maduros que le permitan escoger sus propios terapeutas. Informar y educar a la gente, es generar competencias que les permitan utilizar el potencial de su cuerpo, hacerlos conscientes del enorme rol que las emociones destructivas juegan en la génesis de gran número de enfermedades, ayudarles a salir de la antigua dualidad cuerpo-mente para descubrir que realmente el cuerpo es mente, y que el orden o desorden de nuestros procesos mentales se estructura sincrónicamente en el cuerpo.
El miedo de morir, el pánico a la enfermedad y los estilos de vida malsanos, han generado un estado de confusión y dependencia que ha desencadenado hasta la pérdida del sentido común en asuntos de enfermedad. Este estado terrorífico de invalidez, que nos ha llevado a perder el poder sobre nuestra propia vida, nos exige hoy la generación de espacios para la autogestión de la propia salud, utilizando el potencial sanador de la conciencia. La salud, como la vida, no se puede delegar sólo en terceros, por eruditos que sean. Nada, ni nadie, puede reemplazar nuestra propia naturaleza, y un verdadero terapeuta es quien puede acompañar y exaltar esa sabiduría viva que encierra toda la experiencia evolutiva grabada en nuestro cuerpo.
Salud y conciencia
¿Son razonables las pretensiones de una medicina que trascienda el marco de la materia, y salte más allá del límite aparente de la biología molecular? ¿Tienen sentido las recientes publicaciones sobre el efecto de la oración a distancia y las estadísticas que nos introducen a una epidemiología de la religión? ¿Podríamos hablar con propiedad de ciencias de la conciencia, más aún, de una ciencia con conciencia? ¿Es la conciencia un tema lícito de investigación científica?
John Lorber describe la resonancia magnética de un hombre que prácticamente no tenía corteza cerebral y, sin embargo, era un profesional brillante. ¿Dónde está la mente cuando prácticamente no existe la corteza cerebral? ¿Es el cerebro el emisor de la conciencia? ¿Es su instrumento receptor? ¿Es el cerebro la sede de la memoria y la inteligencia? ¿O estas, aunque emplean el cerebro, no tienen localidad? ¿Es cierto que la memoria está en el hipocampo, y la inteligencia emocional ocupa un cierto lugar del lóbulo frontal?
Es este tipo de preguntas, las que nos queremos seguir preguntando de muchos modos, sin la menor pretensión de tener una sola verdad como respuesta. Pocas verdades y muchos mitos hemos construido tratando de acomodar la conciencia en el cuerpo. Optamos por dividirnos primero en cuerpo y mente; separamos el cuerpo de la mente, la anatomía de la fisiología; relegamos el alma para la sola psicología, la que, a su vez, dejó de ser la ciencia del alma para volverse una disciplina del comportamiento. Y así, de división en división, todo se nos fue diluyendo hasta que a los médicos sólo nos dejaron como sujeto un esqueleto molecular al que ahora podemos adornar con tomografías de emisión de positrones, magnetoencefalogramas y resonancias magnéticas.
Empezamos hoy a descubrir en medicina lo que la física había descubierto a fines del siglo pasado: que la realidad no está hecha de partículas, ni de cargas, sino de un campo invisible, que no sólo no separa las cosas, sino que explica el comportamiento de ondas y de partículas.
Salud y soporte relacional
La calidad de las relaciones es tan definitiva, que el hecho de que los esposos se sientan queridos por sus mujeres es un factor protector que disminuye las complicaciones después de eventos coronarios. Sentirse querido, he ahí algo que incide en la supervivencia y la calidad de la vida. Si alguien inventara una medida que pudiera bajar el riesgo global de enfermar o morir, sería el más firme candidato al Nobel de medicina. Pero ese medicamento ya existe y es el soporte relacional. Dime cómo te relacionas y te diré cuán fuerte es tu salud.
La gente que tiene una buena red de soporte afectivo se enferma menos y cuando se enferma afronta mucho mejor su enfermedad. Cuando alguien nos puede abrazar o acompañar en el dolor, cuando tenemos el campo amortiguador del amor, los mecanismos de adaptación movilizados por el médico interior siempre funcionan mejor.
Son tan contundentes las estadísticas y los estudios científicos sobre estos aspectos de la conciencia, que ahora no nos queda más remedio que contar con ella y empezar a estudiar el pro-fundo significado, ya no a la luz de la metafísica o de la filosofía, sino de la mismísima ciencia. Y no es para menos. El mismo ayuno tiene efectos totalmente diferentes si es voluntario o impuesto.
Es cada vez más evidente que la vida también se nutre de sentido, en otras palabras de querer y de sentirse querido. Cuando en Roseto un pueblo de Pensilvania los inmigrantes italianos tenían un estilo de familia abierto, aquella en la que todo se comparte, la prevalencia de enfermedad coronaria era mucho más baja que la del resto del estado. Cuando se desintegró el modelo de unidad familiar, las estadísticas de infartos subieron a los niveles esperados para el resto del estado.
La nuestra es una crisis de humanidad. Una crisis de sentido. Hemos perdido el horizonte de la vida y, confundido el vivir con sobrevivir, libramos una lucha contra la muerte revestida de SIDA, Cáncer, Tuberculosis, o de precoces enfermedades degenerativas.Ha llegado la hora de despertar a nuestra humanidad.
Todo esto nos revela que la salud es un asunto relacional. Relaciones entre moléculas, emociones, creencias. Relaciones con nosotros, con los otros, con el mundo de lo trascendente. Todos esos patrones de relación son presente vivo en nuestro cuerpo; están allí latentes en nuestra piel, en el cerebro, en el genoma. Como agua viva, un campo relacional empapa nuestro cuerpo y nos conecta al universo. En ese campo cabe la ciencia moderna, las ciencias emergentes, el antiguo arte de curar. Todos son campos de conciencia comprimidos o expandidos, octavas de una vibración fundamental que podemos sintonizar con paquetes de información constituidos por estímulos mecánicos, químicos, electromagnéticos.
Pero también por actitudes, intenciones, imágenes y pensamientos, campos de conciencia que, en ciertas circunstancias, pueden precipitarse en cascadas de energía e información hasta las moléculas.
Aquí tienen sentido el mantram, el mandala, el símbolo, la oración. En todo instante esta magia está sucediendo en el organismo: una idea moviliza neurotransmisores; el solo pensamiento de moverse ya genera actividad eléctrica de complejos grupos neuronales; la tristeza moviliza neuropéptidos que actúan sincrónicamente sobre el sistema inmune, el sistema vascular, el apetito, la libido. Un sentimiento de amor impersonal cambia toda la fisiología y la emisión eléctrica del corazón, que actúa como una especie de cerebro eléctrico ordenador de todos los ritmos. Como una matriz de infinita sensibilidad, orientada al reconocimiento de la unidad, como una armonía destinada a llevar a cada espacio la conciencia de la integridad, cada estimulo denso o sutil desencadena cascadas que inciden sobre la totalidad.
La actual crisis
La nuestra es una crisis de humanidad. Una crisis de sentido. Hemos perdido el horizonte de la vida y, confundido el vivir con sobrevivir, libramos una lucha contra la muerte revestida de SIDA, Cáncer, Tuberculosis, o de precoces enfermedades degenerativas. Buscamos en nuestro cuerpo las consecuencias de lo que hemos hecho con el cuerpo de la tierra, pero si empezamos a pensar que aquello que vivimos en los cuerpos es apenas un reflejo de la conciencia que tenemos de nuestra propia humana naturaleza, ha llegado la hora de despertar a nuestra humanidad.
La gran cadena de la vida es una de interdependencias, y todos somos responsables al romperla. Podemos hacer del instrumento de la vida, nuestro cuerpo, un deshecho de los deshechos que hemos hecho con la tierra. Pero también podemos despertar a nuestra naturaleza humana y saber que nuestra crisis de sentido es una de humanidad.
Podemos hoy humanizar la vida, ascender con la tierra; podemos sentir viva, en nuestra conciencia, la conciencia de todas las especies extinguidas que un día ofrendaron el fuego de su vida para que nosotros pudiéramos encender la antorcha de nuestra humanidad.