Los Bioneers son un heterogéneo grupo de activistas, científicos, pensadores e inventores con un fin común: buscar soluciones inteligentes, éticas y naturales para devolver la salud al planeta.
«Todos los hongos son mágicos”… La proclama de Paul Stamets, el micólogo más revolucionario de la galaxia, ha calado bien hondo desde aquella cumbre de los Bioneros, cuando anunció a bombo y platillo el lanzamiento de “La Caja de la Vida”, el invento con el que aspira a reforestar el planeta.
Imaginemos a Paul Stamets subido a lo alto de un escenario, con su sombrero fabricado con hongos y calado hasta las orejas, como un duende recién escapado de un cuento. Viajemos con él a lo más profundo del bosque y dejémonos guiar por el instinto y por sus sabias palabras: “Las soluciones están literalmente bajo nuestros pies”.
Los Bioneros, pioneros de la biología, llevan veinte años difundiendo las soluciones desde el corazón de la naturaleza.
Visualicemos sobre la marcha la inmensa red del micelio que alimenta y protege los árboles y las plantas, y que conecta hasta el último resquicio de vida… “Porque los hongos son los auténticos guardianes de los ecosistemas, la inteligencia natural de la tierra, nuestra última gran esperanza. Y su mensaje es es así de claro: todo está interconectado.”
Acompañemos luego al micólogo mágico por una incursión intergaláctica a toda pantalla, o por los vínculos invisibles que hacen posible internet, y hagamos finalmente la conexión.
Stamets encarna como pocos el espíritu de los Bioneros, pioneros de la biología, veinte años difundiendo las soluciones desde el corazón de la naturaleza. La carpa de los Bioneers se levanta cada otoño en San Rafael (California), y por ella desfilan los científicos, inventores, pensadores, activistas y ecologistas más respetados del planeta.
Fue a primeros de los noventa, más o menos, cuando se acuñaba la idea del “desarrollo sostenible”, cuando Kenny Ausubel y Nina Simons decidieron convocar la primera reunión de su genuina tribu con una misión inaplazable: restaurar la natutaleza y devolverle el equilibrio perdido. La misión de los Bioneros es ahora más apremiante que nunca, y con ese espíritu tendieron puentes hacia Europa (en Holanda y en Escocia) como preámbulo de esa red global que se está propagando como el micelio de Stamets.
La idea del ‘cradle to cradle’ (reutilización total) de William McDonugh se gestó precisamente en una de las primeras reuniones anuales de los Bioneros. Janine Benyus impulsó también desde ahí su visión de la biomímesis, que ha dado la vuelta al mundo. Paul Hawken habló por primera ver del capitalismo natural y Fritjof Capra tejió la red de la vida. John Todd presentó en público a las ecomáquinas (depuradoras naturales de algas y plantas acuáticas) y Jason McLennan sorprendió en la última edición con el reto de los edificios vivos, que aspira a revolucionar la arquitectura.
El reconocimiento de los Derechos de la Naturaleza, incorporado a la Constitución de Ecuador, fue otra propuesta que brotó de la hoguera incombustible de Bioneros, que pasó por momentos difíciles, pero que encontró una nueva razón de ser a partir del documental «La hora 11» –producido y presentado por Leonardo DiCaprio– y en la era del cambio climático.
Stamets y su reino de los hongos
Pero volvamos con el duende Paul Stamets ahora que le hemos puesto en su contexto y visitémosle en su reino particular de los hongos, bautizado como Fungi Perfecti y a los pies de las impresionantes Olympic Mountains, uno de los parajes más vírgenes del noroeste de Estados Unidos.
Cualquiera diría que el micólogo esperaba nuestra llegada en el momento más mágico, cuando los primeros rayos acarician los parasoles, esas setas de pie esbelto y sombrero de forma asombrillada (a juego con el del propio Stamets) que parecen desperezarse a primera hora del día. Con la cámara en un trípode, Stamets se deleita en la contemplación de su crecimiento (hasta 40 centímetros de altura pueden alcanzar) como un padre que atestigua el estirón de sus hijos.
Fungi Perfecti se dedica sobre todo a la comercialización de hongos medicinales, productos para gourmets (como el puré de trufas blancas o el chocolate CordyChi) y todo lo necesario para el cultivo doméstico (de las setas de ostra al shiitake). Stamets es también un precursor de las aplicaciones de los hongos para romper las toxinas, y entre sus clientes insospechados ha llegado a figurar el Pentágono. La Agencia de Protección del Medio Ambiente (EPA) llamó a sus puertas para ayudar a combatir el vertido del Golfo de México con micorremedios naturales.
Casi toda su experiencia está concentrada en un fascinante compendio, Mycellium Running, aunque está convencido que lo que la gente necesita a estas alturas no son más libros sino herramientas para pasar a las “acciones individuales en masa”.
Los hongos son los auténticos guardianes de los ecosistemas, la inteligencia natural de la tierra –dice el micólogo Stamets–. Y su mensaje es es así de claro: todo está interconectado.
Con la habilidad de un prestidigitador, Stamets nos lleva a la parte más recóndita de su reino y nos muestra de pronto su codiciado invento, la caja de la vida… “Aquí, en una simple caja de cartón reciclado, viajan comprimidas las semillas de un centenar de árboles y las miles de esporas que ayudarán con el tiempo a crear un pequeño bosque. Si seguimos detalladamente los pasos, cada caja plantada en casa y transplantada luego a un lugar permanente servirá para secuestrar al menos una tonelada de CO2 a lo largo de 30 años”.
La idea es repartir un millón de cajas de la vida a un dólar cada una. “Con llegar al 1% de los envíos en Estados Unidos, podríamos reforestar una superficie de 2.500 hectáreas todas la semanas. Si la idea fructifica y se extiende a otras partes del mundo, podría ser la mayor reforestación colectiva de todo el planeta.”
Abetos, secuoyas, fresnos, cedros, olmos… Desde el frondoso noroeste de Estados Unidos, Stamets aspira a adaptar con el tiempo su invento a otros climas, y en eso anda, divulgando su idea de sol a sol, convencido de que “nos queda poco tiempo” para hacer las paces con el planeta.
En las culturas occidentales, recuerda, los hongos han tenido siempre mala fama y se han asociado tradicionalmente con la descomposición o la muerte. “Ahora que estamos empezando realmente a conocerlos y a valorar su función, nos estamos alineando con la visión oriental, donde las setas se han visto siempre como símbolo de renacimiento y renovación”… Sostiene Stamets que estamos en los albores de una auténtica “revolución micológica”, a la que ya le ha encontrado un lema: “Sana la Tierra y la Tierra te matendrá sano”.
Dolman y el Planeta Agua
“¡Vaya con Gaia!” es el saludo en español original (virado al chicano) que nos dispensa otro notable bionero, Brock Dolman, cabecilla la revolución hídrica. Las charlas de Dolman son inmersiones profundas en el Planeta Agua y en todo lo que el venerado líquido significa: “El ciclo del agua es inevitablemente el círculo de la vida”.
Se diría que Dolman tiene algo de zahorí con bigote y que invoca a su paso la lluvia. Un tremendo aguacero, de esos que dan la vuelta al paraguas, se desata a nuestra llegada al Art and Ecology Center de Occidental (California), donde Dolman y su equipo de permacultores, horticultores, educadores, activistas y artistas han creado un espacio de total fusión con la naturaleza, concebido para el mayor deleite de los sentidos y el mayor aprovechamiento del venerado líquido.
La mayor revolución hídrica debe producirse en la agricultura industrial, que es la mayor contaminadora del agua”, advierte Brock Dolman.
“La salud del agua es la medida infalible de la salud de la tierra”, advierte Dolman. “Es básico preservar la calidad y la cantidad del agua, porque nuestra vida depende de ello. Hemos entrado en un período de extremos climáticos, las inundaciones y sequías se alternan cada vez con más frecuencia, y cada comunidad y cada país dene tener su propio bote salvavidas”.
“Conoce tu cuenca de agua”, es otro de sus lemas predilectos. “No nos valen los mismos remedios de adaptación en Australia que en España, pero la filosofía es idéntica en cualquier lugar del planeta… Desde que arrancó eso que llamamos civilización, a la vera del Tigris y el Eufrates, el agua ha sido fuente de innumerables conflictos. Tenemos que dejar las peleas de lado, dejar de competir por y con el agua. Tenemos que hacer equipo con ella.”
Aljibes, cisternas, acequias, bancales, sumideros… La lluvia pone en marcha un flujo que se va canalizando a nuestro paso por el Art and Ecology Center, donde los huertos orgánicos reciben en sabias dosis el maná del cielo. “La agricultura se lleva del 60% al 80% del agua en California”, recalca Dolman. “Tenemos que implantar técnicas de captación y ahorro del agua en las ciudades, y cada uno debemos poner nuestra gota de agua, pero la mayor revolución hídrica es la que tiene que producirse en la agricultura industrial, que es también la mayor contaminadora del agua.”
Andy Lipkis, el hombre-árbol
Dejamos al mensajero del agua en su modélico retiro al norte de San Francisco, y viajamos por la costa oeste siguiendo la vieja senda de las secuoyas, dejando atrás las brumas de Big Sur y adentrándonos en el smog de Los Angeles. “La situación ha mejorado bastante desde los años ochenta”, certifica el bionero local por excelencia, Andy Lipkis. “Pero no podemos olvidar que 5.400 personas mueren todos los años por enfermedades respiratorias en la ciudad, y que el asma es una auténtica epidemia sobre todo entre los niños que viven en las inmediaciones de las autopistas.”
Lipkis sufrió asma de niño y su refugio fue el bosque. A los 15 años ya tuvo claro que lo suyo era plantar árboles y en 1973 decidió alumbrar TreePeople, pionero del movimento de reforestación urbana que, tiempo después, ha sacudido Estados Unidos. Él mismo ha perdido ya la cuenta de los árboles plantados, pero estima que los miles de voluntarios de su oganización han participado en la siembra de dos millones de hermanos vegetales en Los Angeles.
“La gente tiene la idea de que esta ciudad es un enjambre de autopistas”, apunta Lipkis, ”aunque la verdad es que el centro está aquí, en las colinas de Hollywood, y ya ves el vergel en el que estamos”. La sede de TreePeople está en el mítico Mullholand Drive, en uno de esos sinuosos cañones a los que ocasionalmente llegan los coyotes. Desde aquí, Andy Lipkis, el hombre-árbol, nos invita a asomarnos al futuro de su ciudad –de cualquier ciudad– con otra perspectiva…
Toda civilización que corta los árboles está condenada a la desaparición. Igualmente, un barrio sin árboles es un lugar muerto», nos recuerda Jared Diamond.
“Toda civilización que corta los árboles está condenada a la desaparición, como nos ha recordado Jared Diamond en Colpaso. De la misma manera, un barrio sin árboles es un lugar muerto. Los árboles son nuestro soporte de vida, aunque hasta hace poco su presencia en la ciudad era poco menos que ornamental. No hay dinero en el mundo para pagar su trabajo: absorben el CO2, limpian la contaminación, capturan el agua, nos protegen de las tormentas y de las sequías, nos propocionan sombra, nos dan oxígeno”.
La raíz de TreePeople es el hermanamiento ser humano-árbol, y el tronco es sin duda “esa conexión entre la gente que quiere llevar salud y comunidad a su vecindario”. El ideal de Lipkis es el citizen forester, algo así como el ciudadano forestal, cuidador del ecosistema urbano, familiarizado con el terreno (y, por supuesto, con la cuenca de agua).
Las plantaciones semanales de TreePeople –que cuenta con 15.000 miembros y dos mil voluntarios– se hacen siguiendo un meticuloso ritual que empieza con una fiesta vecinal en la calle y concluye con un círculo alrededor de cada árbol, que se humaniza con un nombre: “Los árboles necesitan a la gente, la gente necesita a los árboles. ¡Bienvenido Herbert!”.
Podríamos seguir a muchos otros bioneros hasta su cuna, como Jerome Ringo, unas de la voces más poderosas de la justicia ambiental en Luisiana, al frente ahora esa Alianza Apolo donde se dan la mano ecologistas, sindicalistas, acitivistas sociales y empresarios comprometidos con las energías renovables. Seguiríamos el periplo por Alaska con Sarah James, de la tribu de los Gwich’in, reclamando los derechos de los pueblos indígenas contra las explotaciones petrolíferas y ante la amenaza del cambio climático.
Volveríamos a California para hacer una parada obligada en Berkeley, donde vive la bionera mayor Annie Leonard –la autora de «La historia de las cosas», obligando a los americanos a replantearse sus pautas de producción y consumo–, y también Michael Pollan, autor de «El detective en el supermercado», que en la última edición de los Bioneros defendió el valor de la comida local frente al yugo de la alimentación industrial: “La nueva pregunta cada vez que nos sentemos en la mesa debería ser ésta: ¿cuánto petróleo nos estamos comiendo?”.
Haríamos, por supuesto, un alto en Nueva York, siguiendo el ritmo trepidante de Jack Hidary, fundador de Pace, empeñado en acelerar la transición hacia las renovables en los hogares y en el transporte. Y acabaríamos el trayecto en “Soñando Nuevo México”, el proyecto visionario impulsado por los Bioneros y apadrinado entre otros líderes por el hispano Arturo Sandoval.
Los Bioneros tienen precisamente su sede en Sante Fe, y allí fue donde Kenny Ausubel concibió este semillero de cambios e innovaciones que con el tiempo se ha convertido en esta tribu global, unida en torno a las verdaderas biotecnologías.
“Tenemos por delante la ardua tarea de rediseñar el mundo, pero las soluciones están a nuestro al alcance”, advierte Ausubel. “El manual de instrucciones está en la propia naturaleza; no tenemos más que descifrarlo y pasar a la acción”.